Los gremios luchan por mantener su legitimidad, mientras que cada empresario en su camino, muchas veces solitario, figura como un decisor ‘encabinado’ en la operación, en el ‘estar haciendo’, con pocas oportunidades para la reflexión y el análisis… sin aprender de lo que vive.
¿Cómo lograr un desarrollo social sostenible en Colombia soportado por empresas que brinden oportunidades y compartan la riqueza que generan, en medio de una sociedad fragmentada y atomizada?
El mayor reto radica en la capacidad de aprendizaje individual y colectivo, que no es más que ser conscientes de la historia, estar dispuestos a escuchar y a asimilar los sucesos actuales para modificar el rumbo.
Otras culturas aceptan y viven del aprendizaje, de los fracasos y de las dificultades para arribar a su desarrollo y visión integral (para dar un ejemplo, basta mencionar el caso del ecosistema de Silicon Valley). Nosotros optamos por esconder los defectos y fracasos, o simplemente no compartimos conocimiento ni experiencias acumuladas, dando paso a la barrera más grande que tiene el ser humano para trascender: el ego.
Y si a esto se le suma la desconfianza inherente en nuestro ADN, el panorama se ensombrece. Cabe recordar que, según el más reciente estudio de Capital Social (Fundación Restrepo Barco, 2011), solo 11 colombianos de 100 confían en el otro, con lo cual la atomización es una realidad que se trasladó a las instituciones y a los sistemas macro.
Por lo mismo, es interesante ver el esfuerzo de organizaciones como Connect Bogotá Región, una iniciativa inspirada en el modelo de Global Connect surgido en San Diego (California), que pretende convertir en un referente de innovación a Bogotá a través de la generación de alianzas entre Gobierno, empresa y academia.
Sin embargo, esta clase de emprendimientos también se han estrellado con la falta de procesos colaborativos, con la desconfianza y las falsas ideas de autosuficiencia, olvidando que desde la diversidad es como se generan transformaciones extraordinarias, e ignorando que el talento humano y los aprendizajes institucionales son para ponerlos al servicio del desarrollo.
Recientemente escuché decir a un empresario amigo: “La colaboración es lo más rentable para una organización, así como la confianza es magia, puesto que disminuye los costos de transacción de manera dramática”.
Por fortuna, en la misma línea de Connect, hay otras organizaciones pensando en la importancia de gestionar el conocimiento de las empresas; de exhibir casos de éxito locales e internacionales y de invitar a muchas mentes de distintas orientaciones para dar solución a los problemas, como es el caso de los de la compleja Bogotá.
No obstante, y a pesar de los ya tímidos acercamientos, debería existir una capacidad superior de articular esfuerzos entre estas entidades.
Connect Bogotá, ProBogotá y la misma Cámara de Comercio podrían aprobar la idea de constituir una confederación de instituciones con una visión más grande, puesto que el ejemplo permearía al empresariado colombiano.
Dicha acción conjunta mostraría un sistema superior apostándole a la esquiva competitividad, y no a un “océano azul” en un simple balde casero.
En nuestro entorno nacional, el concepto de clúster se ha quedado en eso, en una brillante definición, pero sin feliz aterrizaje. Los gremios luchan por mantener su legitimidad, mientras que cada empresario en su camino, muchas veces solitario, figura como un decisor ‘encabinado’ en la operación, en el “estar haciendo”, con pocas oportunidades para la reflexión y el análisis… sin aprender de lo que vive. Por eso, qué bien resulta aportar a otros y aprender de otros.
Esto conlleva, indiscutiblemente, a perfilar la identidad de ese empresario colaborativo del siglo XXI.
Así pues, es hora de dejar el miedo y, desde la confianza y las personas, construir una verdadera competitividad, que vaya más allá de los titulares de prensa y de los densos estudios sobre la misma.
Las empresas son las llamadas a crear riqueza. Entonces, ¿cómo no aprender de las experiencias ya vividas, propias y de terceros, que permiten impactar nuestro proceder y actitudes?
Es el momento de aceptar el reto de la transformación cultural, atenuando esa soberbia que nos produce una terrible ceguera de espíritu y sordera de corazón, que impide “hacer visible lo invisible”, como se leía en ‘El Principito’.